Apunte 2- El zapatero
Hoy recorrimos con J las calles de Aracataca en busca de un lugar donde vivir cómodamente sin tener que pasar por turistas, es decir, sin pagar 60 o 70 la noche por una habitación impersonal de hotel. Como vamos a quedarnos un mes, poco más o menos, decidimos que lo mejor era sacar una casa en alquiler. En el hotel mismo donde nos estábamos quedando nos ofrecieron una habitación por una mensualidad de 600. En otros hostales más o menos cómodos el arriendo no rebajaba de 800. En la casa de un ingeniero nos ofrecieron una habitación compartida en 700, lo cual parece barato si se tiene en cuenta que con J podíamos repartirnos el pago a partes iguales. Allá nos prestaban, además, el patio, la cocina y una alberca de buen tamaño. El asunto del caso-y se lo dejé muy claro a J desde el principio- es que yo no deseaba compartir un cuarto con ella. No por un escrúpulo de novio fiel sino porque me conozco muy bien y no estoy para supeditarme a los horarios y reglas de una completa extraña, siendo que soy un trasnochador irredento, un conversador insomne y un desordenado sin remedio. J agradeció mi sinceridad y seguimos buscando la mejor opción.
Como J es una andariega de pueblo y a mí no se me da mal el patoneo, nos detuvimos en varios lugares para preguntar por hospedaje mientras hablábamos de todo en la mañana radiante y calurosa de Aracataca. Así, llegamos a la casa museo Gabriel García Márquez,, una construcción edificada con tablas de madera en cuyas paredes plasmaron, en inglés y en español, algunos fragmentos representativos de Cien años de Soledad, específicamente aquellos que se refieren a los lugares icónicos de la casa de los Buendía o a las acciones más importantes que los Buendía y los Márquez Iguarán- aquí se confunden realidad y ficción- vivieron en ese lugar. La casa, siendo muy linda, no me entusiasmó demasiado. Los muebles, por ejemplo, son simples réplicas de anticuario, lo cual dota a la casa de un aire un tanto desamparado con sus sillas viejas y rígidas, su comedor con unos platos vacíos y sin comensales al frente, y un racimo de guineos artificiales colgado de la pared. Los guías turísticos, muy puntuales en lo referente a la historia de los Márquez Iguarán, no profundizaron demasiado en las escenas de Cien años de Soledad referidas en las paredes, y si lo hicieron no me aportaron nada distinto de lo que ya sé. Claro, aquí no puedo culparlos de nada. El culpable soy yo por conocer al dedillo las obras del cataquero. Lo digo sin falso orgullo.
Fuera de la casa, identificados con unas camisetas amarillas frente a sus respectivos escaparates, los artesanos ofrecen diferentes artesanías: llaveros de Gabo, portabolígrafos de Gabo, cuadros con el rostro de Gabo, paisajes representativos de Cien años de soledad, detalles escultóricos de El coronel no tiene quien le escriba, guacharacas de totumo, pequeños tambores de guadua, entre muchos otros artículos. Aprovechamos la ocasión para preguntarles sobre el pueblo. Nos contaron que hacen parte de una agremiación de artesanos independientes que se dedican al comercio aprovechando la visita más o menos constante de los turistas. Varios de ellos están mejor informados que los mismos guías dentro de la casa, conocen el pueblo igual o mejor que los mismos mototaxistas, y una de ellas, una morena de ojos saltones, cabellos ensortijados y una cara salpicada de lunares, pecas y manchas hepáticas nos habló de los lugares turísticos por excelencia: la estación del tren, el colegio Montessori (donde Gabo cursó sus primeras letras con la profesora Elena Ferguson), el monumento a Remedios La Bella, la oficina del telégrafo, lugar donde trabajó como telegrafista Gabriel Eligio, padre de Gabo. Nos habló, asimismo, del primer amigo de Gabo que le sobrevive en Aracataca, un anciano conocedor de muchas historias y anécdotas al que lo buscan afanosamente tanto los turistas lectores como los mercachifles de la literatura. Aquí nos aclaró con su desparpajo caribe que el contacto del señor ella lo tenía muy bien guardado y lo podía
facilitar por un pequeño reconocimiento económico. Si el asunto es de falta de dinero- le contamos que andábamos en busca de una residencia-ella estaba dispuesta a no cobrarnos nada por la información. En un momento dejó su escaparate al cuidado de una amiga, se nos adelantó unos metros y nos indicó por dónde debíamos agarrar para encontrar un hostal a buen precio. Cuando le dije que le debíamos una cerveza por su ayuda, hizo una mueca de despreocupación, como diciéndonos: "Qué va, eso no es naa".
En otra calle conocimos a don Luis, un zapatero que me estará mentando la madre en este momento si supiera que me empeño en llamarlo "don". Lo primero que nos dijo sin dejar de sonreír es que el don, apelativo tan común en las gentes del interior, es visto como una formalidad ostentosa en la costa caribe. En ese caso, puntualizó, prefiero que me llamen señor. El sustantivo señor es de uso más común. Le pregunté si el "veci" es raro en el dialecto cataquero. Don Luis nos explicó que ahora ya no tanto debido a que en el Ara y otros supermercados del pueblo los mismos cajeros usan el veci para referirse a sus mismos coterráneos. Cuando inquirí en este caso tan inusual, don Luis afirmó que la cosa debe ser hasta directriz de la empresa desde el interior, "alguna cosa de cachacos", comentó con una carcajada.
Aproveché la ocasión para preguntarle si es cierto que los costeños no pasan a los cachacos. Don Luis nos contó una anécdota para dar contestación a mi pregunta. Tiempo atrás se había encontrado con unos santandereanos que tenían, según él "unas caras de fierro". Como en la costa acostumbran decirle cachaco desde el santandereano hasta al boyacense pasando por el rolo y a cualquiera que venga del interior, don Luis les soltó una de las suyas: "A mí no me gustan los cachacos". "¿Y por qué no?", preguntó uno de los "cachacos" sin sacar la mano de una mochila que llevaba cruzada en el torso. Aquí don Luis hizo una pequeña digresión para explicarnos que en Santa Marta, sobre todo en las épocas en las que arreciaba el paramilitarismo, era de uso común desconfiar de aquel que llevaba mochila, y más si tenía una mano metida en la mochila, pues no era raro que algún loquito llevara dentro un revólver listo a ser accionado. Volviendo al caso del cachaco preguntón, don Luis guardó silencio por unos segundos. El cachaco volvió a preguntarle, ya no solo con las palabras sino también con la agresividad de la boca fruncida y los ojos feroces. "Sencillo", respondió Don Luis. Habrá exclamado unos puntos suspensivos en el silencio momentáneo y efectista de los buenos narradores. Entonces les soltó: "¿Quieren saber por qué no me gustan los cachacos? Pues porque... ¡a mí lo que me gustan son las cachacas!". Entonces escuchó unas risotadas de alivio en el coro de cachacos que ya los rodeaban con un gesto de expectativa. Aquel día, nos dice don Luis, los cachacos lo felicitaron y lo agasajaron con unas cervezas para celebrar su ocurrencia. J y yo nos reímos con sinceridad. Exacerbado por el nuevo éxito de su sencillo de comediante callejero, volvió a repetir la respuesta final unas dos o tres veces, acompañándose de unas risotadas. Quisiera explicar en este punto las características de la personalidad caribe, pero prefiero quedarme callado. No quiero asumir tales pretensiones. Que cada quien saque sus propias conclusiones. Lo que sí puedo decir es que nos la pasamos muy bien viendo a don Luis en su papel de zapatero mientras vendía tintos, pegaba plataformas de pantuflas y nos contaba sus anécdotas con el sabor que caracteriza a los de su raza.
Gracias a la recomendación de una tendera y a las gestiones del dueño de un hostal al que no le alquilamos su habitación, conseguimos tomar en arriendo una casa ubicada a unas dos cuadras de la vía férrea, muy cerca de la troncal Colombia que conecta a las principales ciudades del caribe colombiano. Por allí pasan las tractomulas y los camiones cargados de mercancía que vienen desde el interior, pasan por Valledupar y siguen su trayecto atravesando Fundación, Aracataca, Ciénaga, Santa Marta. Es una casa sencilla pero amplia y bien iluminada, con una habitación para J y otra para mí, una sala con ventiladores eléctricos, una cocina amplia, dos baños y un patio con su alberca y sus tendederos. Cuando nos envíen el primer pago tal vez podamos hacer un buen mercado para prepararnos un almuerzo con carne y con guineo como solo se conoce por estos lares.

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